Claro que sabes poner límites, llevas poniéndolos toda la vida

Los límites son uno de los grandes temazos de la Terapia Feminista. Oímos en todos sitios que la solución está en «poner límites» en el trabajo, a nuestras parejas, con nuestra familia, cuando parece que casi nadie sabe qué significa.

Puede que te suene eso de «yo le dije que me había puesto triste lo que había hecho y se enfadó», o «no soy capaz de dejar de contestarle, como para pedirle que deje de escribirme». Aprender a cuidarse y respetarse a una/o mismo/o desde la Terapia Feminista significa que no sólo debemos poner el foco en nuestras necesidades y sentimientos, también hay que llevar a cabo un trabajo emocional de la culpa que nos produce el no ser capaces de priorizarnos o el que otras personas no nos respeten

En el caso de las mujeres a las que acompaño desde la Terapia Feminista, no podemos dejar de tener en cuenta que sí son capaces de poner límites y que, de hecho, se ven obligadas a ponerlos de manera continuada, por ejemplo, en todo lo relacionado con su libertad individual y sexualidad, mientras la sociedad les devuelve que son unas débiles, unas exageradas o incluso culpables de esa situación.

El «sólo sí es sí» está muy bien, es justo y necesario, pero tenemos que recordarnos a través de un buen trabajo emocional, todas las veces que sí expresamos nuestros «nos» y cómo no son escuchados, para no creernos su mirada y reconocer que sí sabemos protegernos y que son ellos quienes nos violentan al no respetarlos, como explico en el siguiente relato que publiqué en Pikara Magazine.

Marta Mediano

«Es como la que se pone escote y luego espera que le miren a la cara». Entiendo que debe ser realmente complicado para ciertos hombres entender las lógicas que día a día y de manera silenciada, sufrimos especialmente esa otra mitad de la población a la que denominan «las mujeres». 

Habitualmente les escucho hablar sobre ese “ser extraño”, que no es otra cosa que sus madres, sus parejas, sus amigas, personas cotidianas y fundamentales en sus vidas que se difuminan y pierden el rostro cuando lo que se cuestiona es su manera -injusta, casi depredadora- de relacionarse con ellas.

Aquella tarde, lejos de casa, no quise jugar la baza del «aquí está mi chico, tu vecino» porque eso habría sido darle la razón. Pero me sentía tan cansada que estuve tentada a hacerlo. Los hombres deberían respetarme por lo que soy no por lo que represento dentro de este indeseable sistema patriarcal que nos constriñe. No queremos ser más «la hija de», «la hermana de» o «la novia de fulanito». Queremos que se tenga en cuenta nuestras decisiones y sobre todo, que se respeten. 

Durante aquellos días me pareció divertido, diferente. Me gustaba sentirme deseada de esa manera suya tan irracional, que me escribiera a cualquier hora sólo para decirme que no podía dejar de pensarme. Me dije que por qué no probar, agarré los dados que soltó sobre mi escritorio y dejé que me paseara por el tablero. 

Si salgo de noche tengo que sufrir a los «moscones de discoteca», auténticos acosadores nocturnos que no aceptan jamás un «no» por respuesta. Con frecuencia cuando un hombre intenta seducirme, me veo obligada a demostrar que mis «nos» son «nos» sin condiciones, como si la conquista de mi corazón -o mi entrepierna- incluyera terribles pruebas de resistencia.

Las mujeres no podemos disfrutar con libertad de nuestra sexualidad. Si renunciamos al modelo de «mujer beata» dejamos de poseer nuestros cuerpos. 

Chantajes, manipulaciones, existen hombres que no salen de casa sin sus instrucciones sobre «Cómo comportarse para arrancarle esa «última» cita que tanto deseas. 1.- Invítala a un café y rápidamente responde que «sólo una bruja sin corazón podría negarse». Él sabe que eres una santa, que te educaron para no herir a nadie, y quiere aprovecharse, quiere desvirgarte sin contemplaciones.

Las mujeres no podemos disfrutar con libertad de nuestra sexualidad. Si renunciamos al modelo de «mujer beata» dejamos de poseer nuestros cuerpos. Nos convertimos en putas, sus putas, mujeres a su servicio. Mujeres cuyos «nos» ya no valen nada.

Varios meses después yo puse mis ojos en otro cuerpo y nuestra «historia» a fuerza de obligarme perdió toda su intensidad. Ya no era divertido, ya no era un juego, era la imposición imposible de un príncipe caprichoso que no quería reconocer que lo que sostenía sobre sus manos no era ya más que un juguete roto. «Quiero jugar, quiero jugar, y tú también tienes que querer conmigo porque un día quisiste». «No quiero hacerlo, no voy a hacerlo más, por favor acéptalo y no me molestes». 9 meses después aún recibo sus mensajes pidiéndome «hacer las paces».

Convénzanse de que por mucho que rellenen nuestra copa, eso no va a convertirles en alguien más apetecible. ¿En serio quieren restregarse a toda costa con alguien que piensa que despiertan el mismo interés que un chimpancé rascándose las pelotas?

Que un día nuestra cabecita efervescente se planteara intercambiar fluidos contigo no nos convierte en un polvo en tu recámara.  No es No.