«No todo es decirlo»: la responsabilidad del daño desde la Terapia Feminista

Una de las cosas que más disfruto de mi trabajo es poder acompañar a profesionales. A través de sesiones de supervisión desde la Terapia Feminista, creamos espacios donde podemos mirar juntas/os no sólo lo que sucede en la intervención directa con las personas, sino también lo que ocurre entre las personas miembro del equipo y, muy especialmente, lo que se mueve dentro de cada profesional: emociones, dudas, resistencias, aprendizajes.

En una de mis últimas sesiones de supervisión grupal, un participante trajo una reflexión que me pareció importante compartir, porque me hizo detenerme. Él hablaba sobre la tendencia que tenemos como profesionales, incluso desde un enfoque como la Terapia Feminista, a poner el foco en la persona que sufre o se siente dañada. En concreto, en si ha sido capaz o no de expresar el malestar, en si ha comunicado sus límites, en si ha podido poner una barrera. Y sí, claro que trabajamos para acompañar a las personas a recuperar su voz, a poner palabras a lo que les pasa, a cuidar sus límites. Pero… ¿qué pasa con quienes los cruzan?

La reflexión que traía este profesional era clara: ¿por qué no hablamos más de la responsabilidad de quienes invaden, de quienes no tienen en cuenta a la otra persona, de quienes actúan desde la falta de cuidado y la autoindulgencia? ¿Por qué sigue existiendo la creencia —tan extendida— de que “si no me lo dijiste, entonces no fue para tanto” o “yo no soy adivina”?

Este tipo de dinámicas son muy comunes, tanto en relaciones terapéuticas como en lo cotidiano. Personas que, al ser llamadas la atención por un comentario hiriente, una actitud invasiva o una falta de respeto, responden con la típica frase: “Si tanto te molestaba, podrías haberlo dicho”. Como si el daño no fuera real hasta que se nombra. Como si no existiera una responsabilidad básica de autocuidado y, también, de cuidado de la otra persona.

Desde la Terapia Feminista hablamos mucho de los egos grandes. De esas personas que transitan el mundo con una confianza aparentemente inquebrantable, que imponen, que dominan, que creen tener siempre la razón. Que ocupan espacio sin preguntarse a quién están desplazando en el proceso. Y que, cuando se les señala un daño, responden desde la defensa, no desde la autocrítica.

Pero esto no es sólo un tema de personalidad. Es también un reflejo de una sociedad profundamente individualista, donde el foco está puesto en el “yo”, en el éxito personal, en la expresión sin filtros, sin apenas espacio para lo relacional, lo colectivo, el cuidado mutuo.

En los espacios de supervisión desde la Terapia Feminista, esta reflexión nos abrió la puerta a algo esencial: la corresponsabilidad. No se trata de culpar, sino de mirar con honestidad todas las partes implicadas. De ayudar a las personas que acompañamos (y a nosotras/os mismas/os como profesionales) a reconocer cuándo una situación dolorosa se ha sostenido por no poder decir algo… pero también cuándo ha sido producida por alguien que no se ha hecho cargo de cómo actúa en el mundo. Creo que ahí hay un equilibrio necesario. Uno que no sólo libera a quien ha callado o no ha podido poner límites, sino que también interpela —con cariño pero con firmeza— a quien aún no ha aprendido a cuidar.

Porque cuidar desde la Terapia Feminista no es sólo una tarea de quien lo necesita, también es un acto ético de quien tiene el poder de dañ