Desde que nos mudamos mi proyecto de Terapia Feminista y yo a un lugar más pequeño, mi día a día personal y profesional han cambiado de formas que no esperaba. Desde la mirada de la Terapia Feminista, veo cómo este modelo urbano no sólo nos enferma, sino que perpetúa dinámicas de desigualdad. Vivir fuera de la gran ciudad me ha permitido darme cuenta de pequeños detalles que, en realidad, tienen un impacto enorme en nuestra salud mental y nuestro bienestar físico. Aquí van algunas reflexiones, atravesadas por un profundo trabajo emocional:
– Puedo caminar sin auriculares. En la ciudad, siempre llevaba los auriculares puestos. Música, podcasts, o cualquier cosa que me ayudara a desconectar del ruido y el estrés constante: cláxones, obras, conversaciones ajenas… Ahora, camino en silencio, escuchando el viento, los pájaros o simplemente mis propios pensamientos. Es una sensación de calma que no sabía que necesitaba, un espacio para estar conmigo misma sin la presión de llenar cada segundo.
– La gente sin estrés es más amable. No es que en las ciudades todas las personas sean antipáticas, pero el ritmo frenético y la presión del día a día a veces nos endurecen. Aquí, donde las prisas no dominan, he notado que las personas sonríen más, charlan sin mirar el reloj y se toman un momento para conectar. Desde la perspectiva de la Terapia Feminista, me pregunto cuánto de esa amabilidad perdida en las ciudades tiene que ver con el trabajo emocional que, especialmente las mujeres, cargamos: sostener, mediar, calmar. Menos estrés colectivo parece aligerar también esa carga invisible.
– No necesito planificar tanto mis recados. En la ciudad, hacer un par de gestiones podía llevarme medio día. Entre el tráfico, el transporte público y las colas, siempre salía con un margen de tiempo enorme. Ahora, en pocas horas puedo tachar varias cosas de mi lista sin sentir que he corrido una maratón. Todo está más cerca, más accesible, más humano. Esto me ha hecho pensar en cómo la Terapia Feminista señala la importancia de reclamar el tiempo propio, ese que en las ciudades se nos escapa entre exigencias externas y roles que muchas veces asumimos sin cuestionar y otras, nos caen como losas.
– Cruzar mi localidad me toma 12 minutos. Doce minutos: ése es el tiempo máximo que necesito para ir de un extremo a otro del lugar donde vivo ahora. En la ciudad, ese tiempo apenas me daba muchas veces para llegar a la parada del metro. Esta cercanía me da una sensación de libertad que no cambiaría por nada, y me conecta con la idea de habitar espacios que no nos agoten, algo que la Terapia Feminista defiende al hablar de autocuidado y bienestar como actos políticos.
Ahora puedo ver que mudarme ha sido, en parte, un acto de resistencia: un intento de soltar esas cadenas invisibles y recuperar un ritmo que me permita vivir, no sólo subsistir. No digo que la vida fuera de la ciudad sea perfecta, pero, para mí, ha sido un recordatorio de que a veces menos es más. Menos ruido, menos prisas, menos estrés. Y, definitivamente, más vida.