La opinión no se da, se pide

Si comienzas un proceso de Terapia Feminista es bastante probable que parte de tus sesiones las ocupes hablando sobre lo que piensa tu familia, tu pareja o tu jefe sobre tal o cual asunto y las emociones que esto te genera. Créeme, no vas a ser la primera persona ni la última en hacerlo.

Por un momento imagínate entrar a tu teatro, elegir una butaca, sentarte y a los segundos observar cómo se abre el telón:

Personaje 1 entra en escena. Te observa, te pregunta qué tal y una vez tú esbozas una mínima respuesta sobre tu malestar, empieza a contarte lo que le pasó a ella o lo que hizo ante tal o cual situación. Te adelanto el final de la historia: tú, asintiendo y esperando a que termine su retahíla para poder marcharte a un rincón donde nadie te meta la chapa mientras piensas: “la próxima le respondo que bien y me ahorro todo esto”.

Segunda escena: los focos iluminan a Personaje 2 y su maldita manía de decir siempre lo que piensa. “¡A ver si no voy a poder hablar!, ¡Si yo lo digo sólo para ayudar!”. En un segundo plano, se intuye tu silueta, pasando del enfado a la tristeza tras escuchar indirectamente que lo estás haciendo mal y sentir que nadie parece dispuesto a preguntarte qué necesitas o sencillamente escucharte.

La cuestión es la siguiente: si lo sufrimos: ¿por qué nos cuesta tanto no ser complacientes ante las opiniones “libres” de otras personas sobre nuestros asuntos? Y segundo: ¿por qué nos cuesta tanto cerrar el pico y no expresar nuestro parecer sobre algo que nadie nos ha preguntado?

Durante las sesiones de Terapia Feminista jamás vas a escuchar una opinión no pedida porque lo único que importa es tu bienestar (¡a la mierda el ego de tu Psicóloga!), y porque, más importante: bastante tienes ya con tener que aguantar las apreciaciones de tu madre, tu amiga Paula, el informático de tu trabajo, el vecino del tercero, tu hermana o el tío Jose cada Navidad.