Como profesional de la Terapia Feminista escucho a muchas mujeres hablar de su experiencia en los gimnasios como algo mucho más complejo que “ir a hacer ejercicio”. Detrás de esa hora diaria entre máquinas, pesas y espejos, a menudo se oculta la presión de “construir” un cuerpo aceptable, un cuerpo que no moleste, que no pese demasiado, que no sea “débil” pero tampoco “masculino”, que sea deseable, que no envejezca.
Los gimnasios se convierten entonces más que en espacios de salud, en escenarios donde se reproducen (y se moldean) las normas de género. Desde cómo están organizadas las máquinas hasta qué cuerpos predominan en qué zonas, pasando por el tipo de clases que se ofrecen y quién las imparte. No es casualidad que la sala de musculación esté llena de hombres mientras las mujeres se agrupan en clases de zumba, pilates o spinning: desde niñas se nos ha dirigido hacia deportes que priorizan la estética, la flexibilidad o el ritmo, mientras a los niños se les empuja a deportes de fuerza, estrategia o contacto, sembrando la idea de que hay actividades “para nosotras” y otras que no nos corresponden.
¿Te has preguntado alguna vez porque las mujeres van al gimnasio con el top a juego con la malla, la coleta perfecta, y la botella de agua del mismo color que las zapatillas mientras los hombres, en cambio, van con camisetas de propaganda y unos pantalones cualesquiera, sin preocuparse de si su ropa combina o si sudan más de la cuenta?
Analizar los espacios deportivos desde el enfoque de la Terapia feminista nos permite profundizar en un trabajo emocional que posibilita entender por qué para muchas mujeres determinadas zonas del gimnasio están vetadas. Las miradas que reciben, los juicios, o simplemente la ausencia de una instructora que las acompañe en ese camino hace que no se sientan cómodas a la hora de ocupar la sala de pesas libres, las máquinas más complejas o las rutinas de alta intensidad. ¿O es que nunca has escuchado o pronunciado eso de «no hagas pesas, que te vas a poner tocha y en una mujer se ve feo»? Como si la sola idea de ocupar más espacio ya fuese peligrosa, como si lo importante fuera moldear el cuerpo para que no se note, no se imponga, no sea demasiado nada.
La Terapia Feminista puede ser una herramienta fundamental para trabajar y entender todo esto. Para preguntarte desde dónde te estás exigiendo, para qué entrenas, qué te estás pidiendo a ti misma cuando te subes a la bicicleta estática o repites sentadillas frente al espejo. Puede ayudarte a reconciliarte con tu cuerpo en movimiento, a soltar la presión del “deber ser”, a comprender por qué ciertos espacios te incomodan y qué emociones aparecen allí. También para construir una relación más amorosa, más libre, más real con tu cuerpo: en el gimnasio, en la piscina al aire libre o en el salón de tu casa.
Porque el cuerpo que quieres no siempre es el cuerpo que necesitas. A veces, lo que necesitas no es una rutina más, sino parar, respirar, dejar de pelearte con él, escucharlo. Y eso, muchas veces, no se consigue en una máquina de remo, sino en el trabajo emocional, en espacios seguros, en palabras que por fin nombran lo que sentimos, pero no sabíamos decir.